El juego ya no se vive como momento «separado» de la vida cotidiana: la vida misma se convierte en un juego continuo en el que las relaciones se vuelven progresivamente más líquidas e imaginarias, las posibilidades de ganancia y pérdida, las posibilidades de salvación y catástrofe psíquica y económica se viven como internas al mismo juego, como posibles «movimientos» previstos por el juego y no como el «final» real del juego y de los juegos. Podríamos decir que la gamification de las formas de vida normaliza el azar y la posibilidad del riesgo real. Hace de la pérdida una fase del juego mismo produciendo subjetividades incapaces de encarar las pérdidas y las derrotas reales. Hoy ya no queda «sentido trágico» ni en las formas más explícitas del juego de azar.